Nadie o casi nadie cuestionaría el uso de la violencia legítima contra una violencia ilegítima. El problema, por tanto, no es la violencia sino la legitimidad

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Principios. Malagón 22 de Octubre de 2019

“La violencia nunca está justificada”, titulaba Ignacio Escolar una entrada en su blog el pasado 19 de octubre. Se refería, claro está, a lo que estaba ocurriendo en Barcelona, no en Santiago de Chile, Quito o Sinaloa, pero se supone que su observación era de alcance universal o carecía, al menos, de sesgo eurocéntrico. No puedo decir nada contra las buenas intenciones que desprenden sus palabras: las suscribo por completo, o casi por completo. Pero suscribo las intenciones, no las palabras. Con las palabras, discrepo.

La criminalización de la protesta no es, por tanto, un fenómeno reciente, ni es fruto del conflicto catalán. Obedece a una necesidad intrínseca del sistema político español

La violencia nunca está justificada, cierto. Salvo cuando lo está. De hecho, la gran cantidad de tiempo y espacio que nuestros gobernantes emplean en advertirnos de que la violencia nunca está justificada sólo se justifica, a su vez, por la necesidad de justificar cierto uso de la violencia. Esto puede parecer un lío, pero no lo es tanto: lo que se quiere decir, en el fondo, es que, como esa violencia no está justificada, tenemos que aplicar esta que sí lo está. Como hay gente quemando contenedores sin legitimidad para hacerlo (violencia injustificada), tenemos que disolver legítimamente esos grupos de incendiarios y, en la medida de lo posible, detenerlos (violencia justificada). Nadie o casi nadie cuestionaría el uso de la violencia legítima contra una violencia ilegítima. El problema, por tanto, no es la violencia sino la legitimidad.

Lo que muestran las imágenes de estos días en Barcelona (y en el resto de Cataluña, y en la mayor parte de las ciudades españolas donde se escenificó algún tipo de protesta contra la sentencia del Tribunal Supremo) es una quiebra de la legitimidad. De la del Estado, que es la legitimidad de gama alta, no de cualquier otra. Aclaremos que en eso de la legitimidad del Estado va incluida la de otras instancias que parecen ajenas al tinglado estatal, pero que son parte del mismo, como la Generalitat: eso explica por qué a la hora de dar leña no vemos demasiadas diferencias entre la coreografía de los Mossos y la de la Policía Nacional. Bailan parecido.

¿Han tomado ustedes nota de la última aclaración? Espero que sí, por aquello de ahorrar espaciotiempo. Por si acaso, aclaro la aclaración: esto no va de secesiones, independentismos, soberanismos ni cosas de esas. Por lo que respecta al resto del artículo, pueden ustedes suponer que en lugar de Barcelona estamos hablando de Cartagena, Mansilla de las Mulas o Cangas del Narcea.

No adelantamos nada con atribuir una naturaleza violenta a la especie humana o a determinados ecosistemas culturales. Ni siquiera nos aporta gran cosa la constatación, tan habitual en la sociología de entretiempo, de que las pautas de socialización en las grandes concentraciones urbanas favorecen los comportamientos violentos. No necesitamos haber leído a Bourdieu para saber que un atasco nos pone de los nervios y que es más probable que uno agreda al cajero del banco cuando este se ha quedado con todos sus ahorros que cuando le ha pasado una comisión de tres euros por usar la Visa Oro. Tampoco nos hace falta ser expertos en guerrilla urbana ni descargarnos ninguna app anarquista para saber cómo alterar el orden público: lo hacen cientos de chavales en cientos de institutos de secundaria todo el rato.

¿Qué tiene, entonces, la violencia política, que nos fascina tanto? La atención de los medios, fundamentalmente. Al contrario de lo que ocurre con la violencia episódica de una pelea de bar, de un choque entre hooligans de equipos rivales o de la clásica discusión de lindes que se sale de madre, la violencia política tiene una duración indefinida, invita a repartir papeles dentro de una trama confusa por su sencillez y simple por su complejidad (“Quién es quién en el conflicto X”: búsquenlo en Google, verán cuántas X), y da trabajo (y beneficios) a los medios durante bastante más tiempo que la final de la Copa Libertadores (pues tanta confusión y complejidad requieren la opinión de expertos a la altura, es un decir). Es, además, funcional al sistema político: cuanto más temible el enemigo, cuanto más espectaculares sus accesos de violencia, más tajada sacará el Estado, que podrá invocar cualquier medida excepcional amparándose en la emergencia desatada por el desorden y el peligro para bienes y personas. Es de primero de Maquiavelo. Más básico todavía: es de primero de Fraga Iribarne.

Desde que ETA ya no existe, una parte del ecosistema político español se ha quedado sin legitimidad. Y no es una parte baladí, pues es precisamente la misma que sustentaba parlamentariamente el régimen constitucional y la que rehuía sistemáticamente los debates aplazados por la democracia española hasta que hubiera pasado la violencia etarra. A grandes rasgos, cabría suponer que, si cargamos con una democracia anémica, hipoglucémica, cubierta de parches y tiritas como si le hubieran dado una paliza en el patio de la escuela de las democracias, era porque apretaban los violentos y había que sacar músculo y defender las instituciones frente al chantaje de las bombas (y frente al ruido de sables en los cuarteles). Pero aclaremos también que las bombas no empezaron a ser eficaces como propaganda del Estado hasta que los medios sucumbieron a la tentación de espectacularizar los atentados de ETA. Eso ocurrió aproximadamente a principios de los años 90. Habrá quien defienda esa estrategia comunicativa en la medida en que contribuyó a que grandes capas de población, indiferentes hasta entonces al estallido de los coches bomba, se posicionaran inequívocamente contra el terrorismo por haber visto en televisión sus sanguinolentas consecuencias. Mucho más cuestionable es la deriva que tomó esa estrategia comunicativa cuando se empezó a identificar la violencia del atentado con bomba con la del altercado callejero, la barricada en la autopista o la sentada pacífica en un espacio público.

La criminalización de la protesta no es, por tanto, un fenómeno reciente, ni es fruto del conflicto catalán. Obedece a una necesidad intrínseca del sistema político español: invocar a un enemigo interior para ir tirando, sin necesidad de abrir los debates aplazados hace cuarenta años. La monarquía. La plurinacionalidad. La estructura económica de una sociedad que se incorporó al capitalismo avanzado por un carril de alta velocidad sin asfaltar y a bordo de un 600 conducido por un puñado de oligarcas sin escrúpulos ni formación. Y borrachos, probablemente. No hablaremos de ninguna de esas tres cosas mientras haya violencia. Viviremos en un estado de excepción permanente mientras haya violencia. De modo que, al contrario de lo que decía Escolar con la mejor de las intenciones y de lo que repiten Sánchez y Torra con la boca pequeña, la violencia sí está justificada. La justifica la necesidad de legitimación del poder político cuando este desconfía de los demás mecanismos de legitimación. No es un síntoma del fracaso de la política, sino de su ausencia.

la violencia sí está justificada. La justifica la necesidad de legitimación del poder político cuando este desconfía de los demás mecanismos de legitimación

La tarea de identificar al que ejerce la violencia es una de las obligaciones de la policía, incluso en el caso no demasiado fantasioso, como estamos viendo, de que también la ejerzan policías. Cuando buena parte de la izquierda española se aplica a identificar a los “violentos” como cachorros del pujolismo, marionetas de Torra o niñatos jugando a la revolución, está actuando como una izquierda policial, ignorando la quiebra de legitimidad que dio origen a todo este embrollo y encogiéndose de hombros ante su propia incapacidad para aportar soluciones. Mejor haría en desenmascarar al que trata de beneficiarse electoralmente de esos contenedores ardiendo, sea para dar más hostias, de las de verdad y de las políticas (léase 155), sea para simular que su ficción parapolítica sigue pintando algo en la arquitectura del Estado (léase procesismo en general, sección Torra en particular).

Si la policía no hace su trabajo y la izquierda no hace el suyo, tal vez deberíamos confiar en los medios. Lamentablemente, la mayoría de los medios están comprometidos justo con la tarea contraria: enmascarar todavía más los hechos, atribuyendo a unos la representación simbólica del independentismo y a otros la de la unidad de España. Lo único en lo que están siendo equidistantes es en la falsedad. Eso también es consecuencia de cuarenta años posponiendo debates inaplazables: mientras esperábamos a que la geografía peninsular amaneciera sin un solo cascote para, entonces sí, poder hablar (“sin violencia se puede hablar de todo”, ¿se acuerdan?), hemos permitido que el Estado no solo no se democratizara, sino que reforzara sus ángulos más autoritarios en origen: la judicatura, la policía, la administración educativa. En consecuencia, hoy tenemos policías que disparan pelotas de goma con la inscripción “La república no existe. Arriba España”. Y tan campantes.

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