Público
Muchos de mis amigos son contrarios al plan del tren de alta velocidad de la Comunidad Autónoma Vasca (más conocido como la Y griega, porque ése es el dibujo imaginario que traza la unión entre las tres capitales: Bilbao, San Sebastián y Vitoria).
Mis amigos tienen sus buenas razones para oponerse a ese proyecto ferroviario. Alegan, entre otras cosas, que va a causar un importante destrozo medioambiental en todo su recorrido para acabar beneficiando casi en exclusiva a las gentes pudientes de las tres capitales, que son, precisamente, a las que menos perjuicio causará el tinglado.
Entonces llega ETA y asesina a Ignacio Uría, propietario de una de las empresas que participa en las obras.
A partir de lo cual, ¿cómo seguir polemizando civilizadamente sobre el asunto, cómo discutirlo racionalmente, cómo conseguir que la oposición sensata a ese AVE no se confunda con la barbarie de estos seudoecologistas de tiro en la frente?
Pasó lo mismo con la construcción de la central nuclear de Lemoiz. Había un poderoso movimiento popular en contra y ETA creyó que podía rentabilizarlo. Empezó a poner bombas y mató a un ingeniero y a varios obreros, pero también hirió de gravedad al propio movimiento antinuclear vasco. Como sucedería más tarde cuando metió las narices, sin que nadie se lo pidiera, en las protestas contra el trazado de la autovía de Leitzaran, sembrándolas también de muerte.
Desde sus inicios, ETA ha demostrado su incapacidad para entender que las causas populares las tiene que protagonizar, por definición, el pueblo. Y que cuando pretende hacerlas suyas, se las expropia, se las arrebata al pueblo.
ETA mata personas, sí, pero también muchas expectativas.