Los gamberros preferidos de Insumissia
Ayer lancé en las ondas de Radio Euskadi un irónico “Gora Bob Dylan!”. Hoy publico en Diario de Noticias de Gipuzkoa un artículo en el que justifico esa consigna. El artículo se titula “Dylan, fiel a sí mismo” y el texto es éste que sigue:
No sólo no acudió el viernes a Oviedo para recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, sino que ni siquiera se tomó el trabajo de excusar su ausencia.
«Un maleducado«, comentó uno de los organizadores. Si quieren verlo así, háganlo, pero el hecho es que Robert Allen Zimmerman, más conocido por Bob Dylan, no había presentado su candidatura a ese Premio, ni nadie le había preguntado si lo quería.
Lo imagino haciendo una mueca burlona al enterarse de que le habían otorgado un galardón con nombre de príncipe «por conjugar la canción y la poesía en una obra que ha creado escuela y ha determinado la educación sentimental de muchos millones de personas«. Nada ha odiado tanto el inclasificable genio de Minnesota a lo largo de toda su carrera como los intentos de encasillarlo con definiciones burocráticas y envaradas como ésa.
Dylan ha sido siempre un inconformista. No sólo en su juventud. Siempre. Ahora también. El error está en confundir inconformismo y progresismo, o dar por hecho que el inconformismo va inevitablemente unido a la oposición al sistema capitalista, o a la identificación con las masas oprimidas.
Quia. El inconformismo puede tomar los más variados caminos.
Ni el Dylan joven fue un revolucionario socialista ni el Dylan adulto el meapilas reaccionario que muchos creen.
Su inconformismo -el de entonces y el de ahora- le ha llevado siempre a rebelarse, primera y principalmente, contra los intentos de etiquetarlo, de encasillarlo, de hacerlo predecible.
Pondré algunos ejemplos de su comportamiento que resultan ilustrativos.
El 13 de diciembre de 1963, en lo más dorado de su fama como cantante de protesta, una poderosa organización progresista, el Comité de Emergencia por los Derechos Civiles, le concedió el Premio Tom Payne por su contribución a la lucha contra el orden establecido. Dylan creyó que lo estaban convirtiendo en un icono dentro de un movimiento organizado, y se rebeló. A la hora de recibir el premio, espetó a los organizadores: «No me gusta su organización. No me gustan ustedes«. Y se fue.
Viajemos en el tiempo hasta 1991, 28 años después. Ese año Dylan recibió un Grammy. Las principales cadenas de televisión retransmitieron el acto. El establishment norteamericano estaba henchido por entonces de fervor patriótico (deambulábamos por lo peor de la Guerra de Golfo). Pues bien: Dylan aprovechó la ocasión para cantar Masters of War, su canción más vitriólicamente antibelicista y antimilitarista. Con lo cual sembró el estupor general. Traduzco sus versos:
«Venid, señores de la guerra, / los que fabricáis las armas, / los que fabricáis los bombarderos, / los que fabricáis grandes bombas, / los que os escondéis detrás de los muros, /los que os escondéis detrás de vuestros escritorios… / Espero que muráis, / que la muerte os llegue pronto. / Seguiré vuestro cortejo fúnebre / en la pálida tarde / y vigilaré mientras os bajan / a vuestro lecho de muerte, / y me quedaré de guardia sobre vuestras tumbas / hasta estar seguro de que habéis muerto.«
Si hubiera lanzado un cóctel molotov contra el escenario, no la habría organizado más gorda.
Muy parecido al numerito de los Grammy fue el que les montó un año después a los Clinton (¡y a los Gore!) durante un acto en el Lincoln Memorial. Cuando se suponía que Dylan iba a agasajar al emperador y a su corte, les soltó una desmelenada versión de Chimes of Freedom, canción que homenajea -cito, de pasada- «al soldado que lleva las de perder en cada noche, al refugiado en la inerme carretera de la fuga«, «al rebelde, al libertino, al infortunado, al abandonado y olvidado, al marginado que arde constantemente en la pira«, «a la maltratada madre soltera y a la mal llamada prostituta» y «al fuera de la ley por un delito insignificante, acosado y engañado por la persecución«… entre otros.
Cuentan las crónicas que los asistentes no se esforzaron demasiado por ocultar su disgusto. El impertinente había vuelto a las andadas.
Es cierto que acudió a presentar sus respetos a Juan Pablo II (imagino que para tocar las narices a cuantos se pensaron que sería incapaz de hacer algo así), pero no lo es menos que, cuando el show business norteamericano decidió boicotear a Sinéad O’Connor porque rompió durante una actuación pública una foto del Papa (del Papa, no del Rey) al grito de «¡Combatid al verdadero enemigo!» -lo hizo en protesta por el silencio papal tras las denuncias de abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos contra niños a su cargo-, Dylan invitó a la cantante irlandesa a participar en el concierto de homenaje que le montaron para celebrar sus 30 años de carrera. Lo cual desató otro escándalo de mucho cuidado.
De tener que aceptar algo parecido a una definición, supongo que no le molestaría demasiado que se le atribuyeran adjetivos tales como «iconoclasta». O «gamberro», incluso.
Un audaz reportero le preguntó hace muchos años: «¿Qué clase de canciones son las suyas?» «Pues, verá«, le contestó. «Tengo canciones de tres minutos, de cinco minutos, de siete minutos y hasta de diez minutos. Le parecerá increíble, pero es así«.
A Dylan le divierte chotearse de los bobos. Aunque concedan premios.