21/10/2011 Miguel Romero
“No ha llegado la Paz, ha llegado la Victoria”. La obra maestra de Fernando Fernán Gómez sobre la guerra civil, Las bicicletas son para el verano, terminaba con esta frase que era también una premonición de los sufrimientos que esperaban a los vencidos en la postguerra.
“Victoria” es la palabra que más se repite ahora tras el comunicado de ETA anunciando el cese definitivo de su actividad militar. “Victoria” de la democracia, del estado de derecho, de la unidad de los demócratas, de la firmeza, de “los cuerpos y fuerzas de la seguridad del Estado”, etc. Incluso los escasos periodistas que uno lee con gusto cada mañana, como Isaac Rosa o Ignacio Escolar, dejan de lado su mirada crítica y se incorporan al coro de la “Victoria”.
Es una muestra de la extraordinaria fuerza del “consenso antiterrorista” instaurado durante estos años, que la única voz significativa disonante haya sido la de Amnistía Internacional, que no se ha sometido a ese relato único, en el que sólo cuentan los atentados de ETA y las víctimas de ETA, todas ellas ensalzadas por el hecho de serlo, hasta el punto que el diario Público encabeza el listado de víctimas de su contraportada con el nombre de Melitón Manzanas, un torturador sádico, un esbirro de la dictadura, por el que nadie decente derramó una lágrima cuando ETA lo mató en 1968.
Amnistía Internacional denuncia los “abusos graves [cometidos por ETA] contra los derechos humanos, entre ellos ataques directos e indiscriminados contra amplios sectores de la población” pero a continuación se dirige al gobierno español y le emplaza a que “garantice la rendición de cuentas por las violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad y reforme la legislación y las prácticas antiterroristas que han causado esas violaciones o han contribuido a ellas”. Nadie bien informado puede ignorar que esas “violaciones” han tenido un carácter sistemático y se han agudizado con la ley de partidos, ese invento de Zapatero que inauguró sus servicios a la derecha española, aunque en su momento pasara desapercibido. Y todo el que quiera informarse de la situación de los presos de ETA puede hablar con sus familiares y saber que, bajo la actual Dirección General de Prisiones, se les aplica un régimen inspirado en el que Margaret Thatcher impuso a los presos del IRA (cuando lo vemos reflejado en la formidable película Hunger de Steve MacQueen todo el mundo se emociona… pero aquello está muy lejos y la pantalla no es la vida): despertándolos cada dos horas, reduciendo al mínimo su tiempo al aire libre y su higiene, cambiándoles constantemente de celda y de cárcel, impidiendo que las familias les hagan llegar libros o comida, obstaculizando al máximo el contacto con sus personas queridas…
La sociedad española, y la mayoría de la izquierda española no han querido saber nada de esta infamia. Y ahora como la infamia se ha mostrado eficaz, si hubiera que justificarla abiertamente se la justificaría. En nombre de la «Victoria».
Éste es el relato oficial. Y hay que construir un relato alternativo. Es verdad que la fiebre por el “relato” que ha llegado a la política desde el periodismo no es una buena aproximación a la realidad: la narración obscurece normalmente la información. Pero la historia moderna de este país está determinada por “relatos” que enturbian el conocimiento de la realidad y la memoria: el relato de la Transición, que sobrevive ahora en el relato de la «Victoria», es la mejor prueba de ello. Hay pues que dar una batalla en los relatos. Y, tal como la entiendo, es una batalla a contracorriente. Contra todas las corrientes.
Porque es verdad que la historia de ETA está llena de terror, crímenes y asesinatos. Es verdad que ETA ha ido destruyendo sistemáticamente sucesivas posibilidades de soluciones negociadas, en condiciones mucho más favorables que las actuales. Es verdad que ETA ha destruido también oportunidades de fortalecer corrientes de simpatía hacia la causa abertzale en sectores amplios de la izquierda española: la destruyó en Hipercor, y con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y con la serie criminal de los coches bomba hasta el atentado de la T4.
Es verdad que ha sido derrotada por el Estado, pero no por el Estado de Derecho, sino por el aparato de coerción del Estado, con la impunidad garantizada por el “consenso antiterrorista”. Derrotada sin paliativos, hasta en cuestiones simbólicas: apenas unas horas después de la emisión del video con los tres encapuchados, la policía informaba de sus nombres y su historial con todo lujo de detalles, ridiculizando así el siniestro ritual de las capuchas.
Pero no es verdad que ETA sea una banda de asesinos y criminales. Es una organización político militar integrada por militantes independentistas vascos. Como lo fue el IRA que ahora es reconocido en Gran Bretaña e internacionalmente como una organización respetable y, por cierto, no especialmente “alternativa” en sus objetivos, ni en su forma de hacer política. Si no se entienden los vínculos ideológicos y políticos de ETA con un sector muy amplio del pueblo vasco, no se entiende nada.
No se entiende en toda su dimensión la derrota de ETA, porque como muy bien ha señalado Petxo Idoyaga: “Frente a la imagen que a veces se ha diseñado mediáticamente de una sociedad vasca ‘pasota’ sobre la confrontación o sobre las víctimas de ETA, hay que decir que el caldo de cultivo para esta decisión de ETA ha sido ese estado activo de la opinión pública vasca, que alcanza a franjas importantes de todo el electorado del PNV, de la izquierda abertzale y del socialista. Esta es la clave para comprender lo que ha ocurrido”. Ese “estado activo” se ha ido oponiendo no sólo a los coches bomba y otras acciones armadas; también a que muchos ciudadanos vascos, cualquiera que fuera su ideología tuviera que vivir escoltado; también a la “socialización del dolor” que intentó amargarles la vida a familiares de los adversarios… Ese amplio rechazo social transversal ha acabado afectando a ETA, porque ETA es una organización política, no una mafia.
Tampoco se entenderá el previsible muy buen resultado que obtendrá Bildu el 20-N y que, hay que decir ya que será una magnífica noticia por su significado simbólico, más allá de lo que pueda pensarse o especularse sobre su futura dinámica política. Y será un excelente noticia, no sólo para Euskadi: si queda alguna posibilidad de reconstruir los puentes rotos entre la izquierda alternativa del exterior de Euskadi y la izquierda abertzale, va a depender en mucho del diálogo que pueda establecerse con los diputados de Bildu, si es que este diálogo entra en sus planes políticos. Por cierto, y para que no quede ninguna duda, esos puentes se rompieron por responsabilidad de ETA y sólo por su responsabilidad. Ramón Fernández Durán escribió textos muy acertados sobre este tema.
ETA ha pesado como una losa, política y moralmente, sobre no diré toda, pero sí la gran mayoría de la izquierda que ha tenido como seña de identidad, política y sentimental, desde los tiempos de la lucha contra la dictadura, la solidaridad con el pueblo vasco y el apoyo al derecho a la autodeterminación. Es verdad que el comunicado de ayer significa quitarse esa losa de encima y es natural sentirse aliviado, como saliendo de una grave enfermedad. Pero habrá que levantar muchas otras losas antes de que llegue una paz que merezca ese nombre y esas no las ha puesto ETA; se están colocando con el relato de la «Victoria».
Y el relato alternativo no es el del comunicado de ETA, que parece desconocer no sólo su derrota, sino las bases para reconstruir condiciones necesarias de vida en común de la ciudadanía vasca. Una vida en común que estará inmersa en conflictos sociales y políticos muy duros, propios de la crisis capitalista, bajo la violencia del mercado.
Será muy difícil que se pueda construir en ellos una izquierda antagonista con la fuerza social y política necesaria para derrotar al capitalismo. Hoy es muy difícil. Con ETA era imposible. A partir de aquí se puede, o quizás podemos juntos, escribir otro relato.
Miguel Romero es editor de VIENTO SUR