Marcos de Castro
Quizá sea bueno iniciar este artículo marcando el territorio de las ideas que pretendo transmitir, para que se entienda el contexto que lo encuadra: tres ideas-fuerza. Reducir tres afirmaciones a unas cuantas frases tiene el riesgo de abandonar matices, lo que puede reforzar cierto sentido de contundencia, lo que no se pretende. Pero, a pesar del riesgo, creo que es conviene explicitar estos tres ejes:
1º Toda empresa nada, vive y se desarrolla en el mercado. Según sea su capacidad de conquistar a los consumidores será su posibilidad de éxito. Nadie compra por ideología (quizá alguna minoría que conviene tener presente: los emergentes “mercados sociales” que sí convocan a grupos de personas cercanas a planteamientos cercanos a la solidaridad), y lo habitual es que la gente no se relacione con el mercado por afinidad conceptual. Esta fluctuación vital de la empresa, dependiendo de que los productos o servicios que ofrece convenzan al consumidor y sean capaces de competir con otras ofertas similares o de mejor calidad, es lo que condiciona la continuidad. Dicho de otra forma, si se pretende pervivir en el mercado hay que estar muy atento a las demandas del consumidor, a la competencia y a la capacidad de innovación de la propia empresa, estar atento y saber reaccionar. También, cómo no, ocurre esta dinámica en las cooperativas. Si escapan de esta ley la amenaza de su final estará cerca.
2º La cooperativa es una empresa que se apoya en valores organizativos y personales que no suelen ser convergentes con la filosofía empresarial tradicional, con sus competidores en el mercado. Esto es tan esencial que es lo que cualifica a una empresa como cooperativa, de forma que no tener esos valores supone no ser cooperativa. Son siempre referidos a la persona que se ubica por encima del capital (de ahí que se les llame “empresas de personas” frente a las “empresas de capital”), a su necesaria participación en la vida empresarial, al sentido de propiedad horizontal (nadie es más propietario que otro), a su integración en las decisiones de forma paritaria con el resto de los socios (una persona un voto), a su respeto al entorno y al medioambiente. Suelen ser empresas que nacen desde una necesidad social que hay que resolver, más que desde la necesidad de rentabilizar una inversión que, como en la empresa tradicional, se realiza al descubrir un espacio de mercado no cubierto. La rentabilidad para la empresa tradicional es prioritaria, para la cooperativa es un instrumento necesario de crecimiento, pero no su prioridad.
3º La realización de esos valores en el interior de la empresa se apoya en una estructura organizativa que debe de facilitar su realización. No puede ser cualquier forma de organización ni cualquier estilo de autoridad el que acompañe a la gestión de la cooperativa. Y si se consigue la realización de esos valores se reflejará en las personas-socias, en su implicación en el proyecto, en la fortaleza del sentido de pertenencia. Aspecto en el que coincide con las empresas tradicionales inteligentes que quieren más que la simple rentabilidad de la inversión. La sicología industrial tiene extensos campos de investigación para crear caminos de implicación y motivación empresarial con el fin de generar un mayor sentido de pertenencia y, con ello, una mayor implicación. La diferencia es que la empresa tradicional lo añade a su filosofía mientras que la cooperativa lo genera por su propia naturaleza al apoyarse en la condición de socios-trabajadores y no de trabajadores por cuenta ajena.
Bien, dicho esto es necesario preguntarse si la empresa cooperativa cumple con estas exigencias. Y la pregunta no es retórica sino que califica la validación de los elementos que componen su naturaleza. La gestión de la empresa se refleja necesariamente en la estructura de costes que permiten presentar en el mercado unos productos y servicios. La agresiva competencia existente en el mercado, muchas veces asentándose en la disminución de costes de producción, o de organización, con el fin de conseguir una mayor disminución del precio sin mitigar límites (si hay que deslocalizar su sistema productivo se hace) puede forzar a la empresa cooperativa a integrar en su forma de actuar procesos similares. Lo que conlleva a dos posibles contradicciones: si no se hace como los demás parece que se puede estar en inferioridad de condiciones competitivas, pero si se hace como los demás se pueden diluir elementos esenciales de su constitución cooperativa.
Dilema peligroso que lleva, en demasiados casos, a que la empresa grande cooperativa sea simplemente una empresa grande, sin más diferencias, entrando en terrenos resbaladizos que pueden difuminar los elementos constitutivos de su ser cooperativo. Lo que reduce la descripción de esos valores a meras palabras vacías de contenido real. Cuando ocurre esto, surgen mecanismos de desconfianza propios de un mercado agresivo e irrespetuoso con las personas. En la empresa tradicional inteligente se desea recuperar la credibilidad desde la gestión de la responsabilidad social (RSE), desde la empresa cooperativa se deberían rehacer sus elementos generadores de la pertenencia para que sus socios aporten el valor de su creatividad en el trabajo, aspecto deseado desde la sicología industrial. Y es paradójicamente quien tiene ese aspecto como natural a su forma de ser lo debilita, quien no lo tiene lo busca por ver su necesidad.
La empresa, tanto la tradicional como la cooperativa, se justifica en la sociedad por ser un punto de encuentro de trabajo y capital que aporta un beneficio a la sociedad. Lo afirma así Rafael Termes[1]:
“Para mí, empresa económica o mercantil es una comunidad de personas que, aportando unas capital y otras trabajo, se proponen, bajo la dirección del empresario, el logro de un objetivo que constituye el fin de la empresa. Este objetivo, para que la empresa se justifique económica y moralmente, debe ser bifronte: por un lado, añadir valor económico, es decir, generar rentas, crear riqueza para todos los participantes en la empresa y, por otro lado, prestar verdadero servicio a la sociedad en la que la empresa se halla ubicada. Sin estas dos condiciones -prestar servicio y crear riqueza- la empresa mercantil no se justifica. Precisemos los términos. Por un lado, prestar servicio, en el sentido de verdadero servicio, es decir, un servicio que contribuya al bien común; si no es así, la empresa no se justifica moralmente. De aquí que haya empresas que, a pesar de crear riqueza, no se justifican moralmente por la naturaleza dañina, material o espiritualmente, de la actividad a que se dedican. Por otro lado, crear riqueza, añadir valor económico, es decir, generar rentas para los que integran la empresa como aportantes de capital, trabajo y dirección. Por eso hay empresas que, aun cuando la naturaleza de su actividad sea irreprochable desde el punto de vista moral, no se justifican económicamente al no llegar a generar rentas suficientes para remunerar satisfactoriamente tanto el trabajo como el capital empleados”.
La actual situación crítica en la economía[2] empuja a justificar lo injustificable en otras circunstancias. El concepto de lo moral se disuelve y se consolida el de beneficio, maximizándolo, si puede ser a corto plazo mejor. La empresa, en general, se ha asentado en la precariedad laboral como necesidad incuestionable de salida. Con ello se desbaratan los pilares que estaban construyendo quienes concebían a la empresa como entidad que convive en la sociedad. Curiosamente, la sicología industrial ha dejado de profundizar en los resortes que fomentan el sentido de pertenencia para abordar vías educadas de salida de la empresa a los trabajadores.
Las cooperativas, empresas que actúan y viven en el mismo mercado, han de defenderse de estos mecanismos perversos en la cultura empresarial, pues responden a otros conceptos. Todo apunta no a la renuncia de sus aspectos constitutivos sino a la búsqueda de mecanismos de gestión adaptados a su personalidad organizativa. Es decir, esos valores hay que gestionarlos. Como se gestionan los recursos financieros o las tecnologías productivas. La participación no se da porque sí en una cultura empresarial dominante que fuerza a comprender el empleo como un primer elemento flexible de la gestión ante la crisis. Ulrih Beck dice que cuando los intereses empresariales demandan flexibilidad lo que piden es facilidad para despedir. No puede concretarse el dilema en “o actúas como los demás o pierdes competitividad” cuando la estructura cooperativa tiene lo que siempre buscaron las empresas inteligentes, la fuerza de la capacidad creativa de sus trabajadores. Abandonar esta potencia para adaptarse a la cultura de gestión dominante es perder la fortaleza que caracteriza al mundo cooperativo.
Saber gestionar los valores supone dos aspectos importantes que deben calificar la estructura cooperativa: concebir un organigrama facilitador de la gestión de esos valores y crear un estilo de autoridad participativo, educador y facilitador de comunicación interna. En ello sí hay diferencia con la estructura tradicional del resto empresarial. El organigrama debe crear mecanismos que convoquen a quienes trabajan en la cooperativa, facilitando la compresión de los temas a tratar y posibilitando decisiones maduras, comprendidas e integradoras del sentir del colectivo. No se pide con esto que la empresa se imprima de lentitud, los japoneses inventaron los círculos de calidad mediante cortes verticales en la organización, integrando a los diversos niveles del organigrama de la empresa, para activar la creatividad de todos en la generación de ideas que mejoren la calidad de lo que se produce.
Pero ello conlleva necesariamente una forma de ser jefe que refuerce más que los elementos autoritarios los facilitadores del sentido de pertenencia, lo que pasa por la necesaria participación en los procesos de quien ha de sentirse “miembro y dueño” de la empresa.
A veces se rechazan estos elementos bajo la excusa de que esto imprime lentitud, o de que la competencia va más deprisa, o cualquier otra excusa que tan solo acerca la forma de gestión a la que se hace en el resto de las empresas. Sin darse cuenta de que ello tan solo despersonaliza. Es como el leñador que rinde poco porque su hacha esta mellada, pero no la puede afilar porque no tiene tiempo ya que ha de trabajar más pues su trabajo rinde poco. Gestionar los valores caracterizadores de la cooperativa es, tan solo, lo que asegura que esa forma de ser empresa sea competitiva y sostenible en el mercado, aunque el mercado priorice lo urgente sobre la estratégico. Asimilarse a los demás porque lo que hacen es lo que “hay que hacer” es perder la esencia convirtiéndose en una empresa más. Por lo que las tensiones, enfrentamientos y discrepancias de las empresas que olvidaron a las personas emergen también en la gestión cooperativa.
Parafraseando a José María Arizmendiarrieta, promotor de la experiencia cooperativa de Mondragón, se podría decir que valores buenos son los que se convierten en realidades. Esa conversión es el reto de la gestión cooperativa