Uno de los elementos que más ha marcado al país vasconavarro en los dos últimos siglos ha sido la violencia política explícita, actuando como factor importantísimo en relación con la evolución político-ideológica en general del territorio, así como en relación con el posicionamiento de las personas ante las alternativas en pugna. Fernando Mikelarena, Historiador y profesor en la Universidad de Zaragoza – Jueves, 6 de Febrero de 2014 –
«…nuestra sociedad no podrá liberarse de las rémoras más dolorosas de su pasado hasta que los fantasmas de la violencia política, y con ellos la pretensión de que el ejercicio de la misma sirve para la imposición de proyectos políticos, consigan definitivamente desvanecerse.»
El recuerdo de la Guerra Civil. (NG)
Aunque que en la Guerra de la Independencia los componentes de enfrentamiento interno entre sectores de la misma población vasca fueron enmascarados por la violencia exógena de los franceses, en aquella contienda quedó claramente configurado el discurso contrarrevolucionario que apelaría a la defensa de la religión católica y de las tradiciones y al exterminio de los liberales autóctonos. Tras 1814 y la restauración absolutista después del breve episodio constitucional, se abren las espitas para la división abierta, conduciendo a diferentes guerras civiles ciertamente cruentas. Suele advertirse un hilo de continuidad claro entre la guerra realista del Trienio Liberal (1821-1823) y las dos guerras carlistas (1833-1839 y 1872-1876), en las que el espacio vasconavarro fue escenario principal, pero también es cierto que en cada una de ellas convergieron circunstancias un tanto diferentes que las individualizan en parte. Por otro lado, la mayor brutalidad, por su mayor modernidad, de la Guerra Civil de 1936-1939, en la que Navarra fue el epicentro de la conspiración de los sublevados, no es entendible sin la simiente de intolerancia de las contiendas del siglo anterior. Por último, la espiral de las últimas décadas en forma de conflicto de baja intensidad (sin que este último elemento calificativo signifique en absoluto rebajar su carácter salvaje e inhumano), heredera de la represión franquista durante la dictadura, y cuyos agentes principales han sido desde finales de los años setenta primordialmente la bárbara actividad terrorista de ETA, y muy secundariamente la violencia del Estado y de agentes parapoliciales, ha dejado heridas que tardarán tiempo en cicatrizar en relación con las pérdidas de vidas humanas y las conculcaciones de derechos humanos registradas.De cualquier forma, cuando nos referimos a la cuestión de la violencia política, queremos considerarla relacionada con dos elementos íntimamente relacionados con ella y estrechamente ligados entre sí: el de su prolongación en el ámbito de lo político y de lo ideológico y el de su recuerdo por medio de la gestión de la memoria.
Acerca del primer aspecto, el de la extensión de la violencia en el campo de la política y de las ideologías y en la conformación de cleavages o líneas de fractura que segmentan políticamente la sociedad, proyectándose en el tiempo, creemos de gran utilidad sacar a colación algunas categorías y conceptos acuñados desde la sociología histórica.
En sus estudios sobre el conflicto y la lucha política Charles Tilly planteó que las acciones colectivas generaban identidad y repertorio a los actores en determinados contextos de oportunidad. El concepto de repertorio se refiere a un modelo de actuación colectiva validado por la experiencia acumulada de los actores en cuanto a su practicidad y que se transmitiría en el tiempo como experiencias vitales generacionales. Los repertorios más efectivos serían aquéllos que hubieran conseguido movilizar un número significativo de participantes con un alto grado de cohesión interna y convencimiento para comprometerles en el logro de determinados objetivos bien definidos, consiguiendo además respetabilidad y legitimidad social. Las acciones colectivas contempladas en esta teorización son muy amplias: van desde el motín hasta la guerra civil, guerrilla, conflicto de baja intensidad u otras prácticas de destrucción coordinada.
A nuestro entender, si aplicamos todos los conceptos anteriores a las guerras civiles abiertas registradas en nuestro suelo, así como al conflicto de baja intensidad de las últimas décadas, podremos comprender mejor la persistencia de la violencia política en nuestro suelo. En todas esas dinámicas los alzados contra el poder establecido han conseguido, en diferente medida según las épocas (pero en cualquier caso, significativa para cada contexto), un número amplio de seguidores, cohesionados, convencidos y comprometidos con el ejercicio de la violencia, logrando además cierta respetabilidad y legitimidad social. En todos lo casos, además, se ha partido de un convencimiento: el de las posibilidades de conseguir fines políticos mediante el empleo de la violencia, fines que resultarían imposibles de conseguir para esos movimientos mediante las vías parlamentarias o civiles. Asimismo, la violencia ha actuado como elemento polarizador de las posiciones políticas en cada momento y ha marcado a las generaciones siguientes. Y todo eso vale para los carlistas del siglo XIX, los carlofascistas de 1936 e incluso para la izquierda abertzale de finales del siglo XX y principios del XXI. De todos ellos, los sublevados de 1936 salieron ciertamente triunfantes, constituyendo un modelo a seguir para aquéllos persuadidos de la rentabilidad política de la violencia por los increíbles réditos que sacaron del ejercicio de la misma: los falangistas, por ejemplo, de ser un partido políticamente marginal en febrero de 1936 pasarían a regir el Estado español durante cuarenta años, un caso del que no existen muchos otros parangonables a escala mundial. Por otra parte, aunque algún lector pueda pensar que la analogía que planteamos no es acertada, le animaríamos a meditar sobre las maneras concretas de proceder de unos y de otros: siempre el recurso a la violencia para el logro de objetivos políticos conlleva unas estrategias parecidas de movilización del bando propio y de conformación del adversario.
La gestión de la memoria de la violencia política es, como es sabido, un tema de gran actualidad en el terreno de lo político. Desde la consideración del historiador que ha investigado la masacre que se registró en Navarra en el verano y otoño de 1936 y que cada vez descubre datos nuevos sobre la misma y como miembro de esta sociedad que abomina del dolor y del sufrimiento de la violencia de estas últimas décadas, generada mayormente por ETA, no compartimos el triple reduccionismo que se suele hacer del tema.
En primer lugar, el reduccionismo de quienes quieren circunscribir la cuestión de la gestión de la memoria de la violencia política a determinados arcos temporales, bien al de la Guerra Civil y el franquismo, bien al posterior a 1975. A nuestro juicio, deberíamos enfocar todo el periodo posterior a 1936 en cuanto que constituye el marco vital y experiencial de cohortes generacionales todavía vivas y en cuanto que el recuerdo/olvido de la violencia de la Guerra Civil y la dictadura sigue siendo todavía una asignatura socialmente pendiente.
En segundo lugar, el reduccionismo de quienes limitan la gestión de la memoria de la violencia política a las víctimas directas. Es verdad que las víctimas directas y sus familiares deben de constituir el núcleo central de atención en las labores de reconocimiento y reparación de su sufrimiento en todos los planos, desde el historiográfico y mediático hasta el moral y el político. Ahora bien, convendrá asimismo recordar a quienes, sin haber perdido la vida, tuvieron o han tenido que actuar de un modo no voluntario a causa de las amenazas y sufrieron o han sufrido ultrajes y perjuicios, así como conculcaciones de sus derechos. De cualquier forma, siempre habrá que tener en cuenta que en el caso de los 3.000 navarros asesinados en 1936, un tercio de los cuales sigue en fosas comunes, su misma identificación fue fruto del trabajo desinteresado hace más de tres décadas de un pequeño número de personas que actuaron totalmente al margen de los poderes públicos, sin que éstos se colocasen entonces a la altura de las circunstancias.
En tercer lugar, el reduccionismo de quienes olvidan en la gestión de la memoria de la violencia política a los verdugos. Aunque existe un porcentaje de asesinados en los que la responsabilidad no está aclarada y la acción de la justicia no ha sido igual de contundente y de severa con las conculcaciones de derechos producidas por agentes del Estado o por mercenarios del mismo, la mayoría de los asesinados por motivaciones políticas de las últimas décadas han sido objeto de resarcimiento a través de procedimientos penales que han implicado castigos a los culpables. Los asesinos de la Guerra Civil y de la dictadura, en cambio, han gozado de impunidad no sólo jurídica, sino también historiográfica: a causa de la destrucción deliberada de documentación sólo indiciariamente podemos llegar a ser capaces de delimitar las diferentes responsabilidades a distintos niveles de una represión de la que no cabe dudas de su naturaleza metódica y exhaustiva, así como las características de la cadena de mando que terminaba en los miembros de los escuadrones de la muerte.
Una consideración integral de la violencia política en el plano analítico ayuda a entender mejor cuestiones ciertamente complejas: desde cómo funcionan los mecanismos de socialización, de legitimación y de ocultamiento de la práctica de una violencia política bárbara hasta cómo se efectúa la gestión de la memoria y del olvido por parte de las instituciones, las familias, los grupos y las personas. Asimismo, tal enfoque global dificulta el mantenimiento de actitudes incívicas y escapistas como las de aquéllos que persisten en el negacionismo o en la subestimación de las responsabilidades de los ideológica o familiarmente próximos en la generación de sufrimiento al adversario político. De cualquier forma, la gestión de la memoria de la violencia política entendida en sentido omnímodo no puede ser sólo responsabilidad de las instituciones, sino que ha de descender también al plano de la sociedad civil e incluso de las personas. La sociedad en su conjunto ha de valorar la necesidad del ejercicio del derecho a la memoria de aquella violencia. De la misma manera, todos debemos de compartir la noción de deber de memoria, pese a quien pese y cueste lo que cueste.
Contrariamente a Malcolm Lowry, quien en un pasaje de su más célebre novela hacía que el protagonista se preguntara en el curso de un monólogo interior cómo convencerá la víctima al asesino de que no ha de aparecérsele, un interrogante recordado por muchos otros autores, nuestra sociedad no podrá liberarse de las rémoras más dolorosas de su pasado hasta que los fantasmas de la violencia política, y con ellos la pretensión de que el ejercicio de la misma sirve para la imposición de proyectos políticos, consigan definitivamente desvanecerse.
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