La decisión de las Cortes de consultar a la sociedad catalana no es sólo posible, sino recomendable
José María Ruiz Soroa / Joseba Arregi – EL CORREO 26 MAR 2014
Asistimos hoy en España a un fenómeno lamentable, el de la banalización argumentativa de un asunto de considerable importancia. El tema es la eventual secesión de Cataluña; la banalización consiste en convertir en eje del debate un objeto de razón tan poco perfilado y elaborado como el llamado derecho a decidir. Comenzaron los independentistas arguyendo como suficiente justificación democrática de su reclamación que los catalanes tenían ellos solos el derecho a decidir su futuro, y punto. Y tras unos meses de indecisión, los unionistas han adoptado el mismo lenguaje conceptual y han comenzado a argüir que el derecho a decidir es de todos los españoles en su conjunto, y punto. Se termina así por discutir de una banalidad inconcreta, el derecho a decidir, que no es que exista o no exista, sino que simplemente es inconcebible (y, por ello, irrazonable) mientras no se precise el qué, cómo, cuándo, para qué y con quién de esa decisión que se reclama.
Digámoslo desde el principio: el paradigma democrático actual sobre el asunto de la secesión territorial de partes de un Estado, un paradigma derivado de la reflexión doctrinal e institucional y de la práctica seguida en los casos de Quebec / Canadá y Escocia / Reino Unido, permite establecer con bastante seguridad dos afirmaciones generales: primera, que la sociedad catalana no es titular de un derecho unilateral a la secesión, porque tal derecho no existe ni en teoría ni en Derecho Internacional. Pero, segunda, que el Estado español está obligado a dar un cauce democrático para tratar y componer la demanda seria, persistente y fundada de secesión de una parte de su territorio.
Al final, es una cuestión de democracia, pero entendida esta en toda su complejidad y no solo como puro mayoritarismo. La secesión no es un derecho (no es un simple “queremos y punto”), pero sí es una demanda razonable que una parte de los ciudadanos pueden plantear a su Estado. Y este debe ser capaz de dar una respuesta fundada a esta demanda, una respuesta que atienda a los principios e intereses en juego y que, desde luego, no podrá ser un simple “no queremos y punto”.
La secesión no es un derecho, pero sí es una demanda razonable que una parte de los ciudadanos pueden plantear a su Estado
Sí, claro, pero ¿qué me dicen ustedes de la Constitución? ¿No es cierto que esta proclama la indisoluble unidad de la nación española? ¿Cómo entonces admitir la secesión de una parte de esa nación? La respuesta es sencilla: reformando la Constitución, que es algo expresamente admitido por su propio texto y por el Tribunal Constitucional: ningún contenido constitucional está vedado a la reforma, menos aún una cuestión de carácter tan acusadamente contingente e histórico como la de los territorios que integran la nación española.
¡Ah, les he pillado, dirá el neonacionalista español! Porque para reformar la Constitución hace falta el voto mayoritario de todos los españoles, luego son todos ellos los que deciden la cuestión con arreglo al Estado de derecho. Evidente, claro está. Pero dígannos: ¿es que acaso podría la mayoría de los españoles decidir por esta reforma, o no reforma, de la Constitución ignorando y despreciando lo que los propios catalanes quieran? ¿Y cómo saber lo que quieren si no es preguntándoselo? Seamos serios, conocer cuál es la voluntad asentada, clara y suficiente de los miembros de la sociedad afectada es el primer paso, el paso obligado, para poner en marcha (o no) un proceso de reforma constitucional. Y como la Constitución actual no prohíbe tal consulta, y como todo lo que no está prohibido constitucionalmente es posible para el legislador ordinario, es fácil concluir que la decisión de las Cortes Generales de consultar a la sociedad catalana no es solo posible, sino recomendable. Por lo menos para los que nos tomamos la democracia en serio. Ese es el principio, aunque haya que discutir todavía mucho de plazos, preguntas, quórum y mayorías.
Más aún, militando como militamos en el bando de los unionistas (porque creemos en el valor del proyecto histórico de una España común), defendemos la conveniencia de regular positivamente, en una norma general estatal, el proceso previo a la puesta en marcha de la reforma constitucional en lo referente a la unidad nacional.
Y es que cuando un sistema político compuesto de naturaleza federativa está aquejado de fuertes tensiones en su integración —y este es el caso español— el dotarle de una vía formal y reglada de salida actuaría como válvula para reducir la tensión. Por otra parte, sería mucho más fácil intentar convencer a millones de ciudadanos de que se queden en la casa común española si ellos supieran que, en último término, si desean abandonarla, podrían hacerlo porque hay un procedimiento establecido para ello. De lo contrario, si la salida es imposible, malamente se puede convencer a nadie de la bondad de permanecer en la unión, salvo a los ya adictos. Si es imposible, no se puede ni siquiera debatir razonablemente sobre ella, solo queda blandir los axiomas “… y punto”.
José María Ruiz Soroa es abogado y Joseba Arregi, doctor en Teología y Sociología. Ambos participan en el libro colectivo La secesión de España (Tecnos), que se publica estos días.