Además, la Asamblea General de Naciones Unidas aprueba regularmente conjuntos de principios y directrices que sirven como guía de aplicación, para solucionar posibles problemas de interpretación, y señalar las obligaciones básicas que incumben a los Estados. Así lo han hecho en lo relativo al derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones.
Además, la Asamblea General de Naciones Unidas aprueba regularmente conjuntos de principios y directrices que sirven como guía de aplicación, para solucionar posibles problemas de interpretación, y señalar las obligaciones básicas que incumben a los Estados. Así lo han hecho en lo relativo al derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones.
Precisamente de estos principios y directrices se deriva esa “tríada” de derechos de las víctimas que tanto se cita en nuestro entorno: verdad, justicia y reparación. Y que, siendo muy real, no refleja la totalidad de los derechos detallados por Naciones Unidas. Hay, de hecho, una importantísima omisión en ese lema triádico. A los derechos de verdad, justicia y reparación es preciso añadir el derecho a la no discriminación. Y en esto, los principios y directrices de Naciones Unidas son absolutamente claros: la aplicación e interpretación de estos principios y directrices básicos “se ajustará sin excepción a las normas internacionales de derechos humanos y al derecho internacional humanitario, sin discriminación de ninguna clase ni por ningún motivo”. Afirmación inequívoca basada en la igualdad y no discriminación, dos principios fundamentales que sustenta toda norma internacional de derechos humanos. Creemos que esta omisión a la hora de hablar de los derechos de las víctimas no puede ser accidental, sino intencionada. Y es que el panorama del reconocimiento de víctimas de graves vulneraciones de derechos humanos adolece en nuestro entorno de graves asimetrías y deficiencias. Por ejemplo, entre las menos reconocidas oficialmente están las víctimas de violencia de motivación política a manos de agentes encargados de hacer cumplir la ley. Y, dentro de este grupo, se dispensa aún un menor reconocimiento -o ninguno, porque directamente se niega su mera existencia- a las víctimas de torturas o malos tratos.
Hoy en día existe un claro error, y además (quizás malintencionadamente) extendido: pensar que todas las personas denunciantes de tortura lo son en un contexto relacionado con el País Vasco. Pero los datos son tozudos: las denuncias procedentes del ámbito de las protestas sociales de las y los “indignados”, y las que provienen de personas extranjeras o inmigrantes -a menudo impregnadas de tintes racistas- superan a las de casos relativos a la situación del País Vasco. Pero, si bien eso es así, también es cierto que posiblemente sean estos últimos los casos que va a resultar más dificultoso esclarecer, por la fuerte carga política que rodea toda esta cuestión. El Estado español esgrime instrucciones de ETA y alude a un supuesto manual, según el cual, todo integrante de la organización que sea detenido debe denunciar torturas, independientemente de que las haya habido o no. Y el Estado actúa así para descartar como falsa toda denuncia. Hay quien afirma que dicho manual es apócrifo, pero toda esa cuestión resulta irrelevante, porque España, al firmar y ratificar la Convención contra la Tortura y su protocolo facultativo, se ha comprometido a investigar toda denuncia. Al no hacerlo, incumple sus obligaciones internacionales. Y de momento hay ya tres sentencias del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos condenando al Estado español por no haber investigado siquiera las denuncias. Los tres casos están relacionados con el País Vasco.
Ante esto cabe preguntarse. ¿Y cuál es la solución al problema? Desde luego, no se pueden dejar las cosas como están y promover el olvido y borrón y cuenta nueva al estilo de la Ley de Amnistía de 1977, porque sería una violación flagrante de las normas internacionales. Pero, ¿cómo poder establecer entonces la veracidad -o falsedad- de denuncias que se han producido, muchas de ellas desde hace ya bastantes años?
El Derecho Internacional cuenta con una solución. Y no se trata de inventar la rueda. Se trata del Protocolo de Estambul, adoptado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en el año 2000. Su propósito no es otro que el de servir como una guía internacional para la evaluación de las personas que han sido torturadas, para investigar casos de posible tortura y para reportar los hallazgos a la justicia o a las agencias investigadoras.
Contiene estándares y procedimientos reconocidos internacionalmente sobre cómo analizar y documentar síntomas de tortura, de manera que dicha documentación pueda ser útil como prueba ante un tribunal de justicia. Es decir, sirve, entre otras cosas, para establecer la veracidad de las denuncias.
Por tanto, la herramienta para dilucidar esta cuestión existe. Ante tanto negacionismo y falta de voluntad para encarar adecuadamente este problema, tendremos que utilizar esta herramienta para posibilitar un verdadero proceso de verdad, justicia, reparación y -no lo olvidemos- no discriminación para este tipo de víctimas.