El problema de fondo de la consideración de Carrero como víctima del terrorismo en el caso de Cassandra no es otro que el reconocimiento hecho por la Transición de la equiparación entre víctimas y verdugos
Es bien sabido que, cuando Hannah Arendt llegó a Jerusalén en 1961 y asistió como reportera voluntaria para The New Yorker a las sesiones del juicio contra Adolf Eichmann, no se encontró al monstruo de maldad y perversión que esperaba: tan solo a un funcionario probo, un burócrata, muy poco hábil para la mayor parte de las cosas y muy dotado para unas pocas. Entre estas últimas se hallaba su meticulosidad para coordinar los transportes de cientos de miles de personas a los campos de exterminio del Tercer Reich. La capacidad de mandar matar de Eichmann tenía, de alguna manera, un algo de lógica administrativa y aburrida normalidad que sirvió para inspirar el concepto de la «banalidad del mal» de Arendt. Lo inquietante de la figura de Eichmann residía, según esta visión, en la aparente normalidad del verdugo, en el potencial genocida que anida en nuestras sociedades entre sus gentes corrientes.
No podemos evitar asociar a esto el carácter gris de quien fue mano derecha de Franco durante treinta y cinco años, con un deje de asombro de resonancias arendtianas ante la «banalidad de su mal». Sin embargo, nada de estas honduras ontológicas hay en la visita que Luis Carrero Blanco ha hecho recientemente a la Audiencia Nacional. Visita que no ha venido de la mano, tampoco, de la toma en consideración de la responsabilidad (máxima) ejercida por Carrero personalmente en la violación sistemática y masiva de los derechos humanos en España, además de su responsabilidad (la más alta) en la humillación continuada a las víctimas de esa violación, o de la contumacia que acompañó al antedicho sujeto en la defensa del régimen que propició todos esos hechos.
No, la visita de Carrero a la Audiencia Nacional ha venido de la mano de su condición de víctima, para ser más exactos, de víctima del terrorismo. No nos equivoquemos entonces, el debate sustancial que hay detrás de la sentencia que ha condenado a una persona por mofarse de la muerte de Carrero no concierne solo a la libertad de expresión ni mucho menos al decoro. El debate tiene que ver con la condición de víctima de Carrero, y no es la primera vez que se produce.
En 2001 se concedió la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo al inspector de la policía política Melitón Manzanas. Hubo de aprobarse una reforma (2003) de la ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo (1999) para evitar que algo así pudiese volver a pasar, pero era evidente que el problema seguiría estando presente. La ley de 1999 introducía un preámbulo en el que se exaltaba la fundamentación de la democracia española sobre la base de una Transición que habría afirmado «un proyecto de convivencia decidido a superar los viejos conflictos de nuestra historia».
Y eso nos devuelve exactamente al problema de fondo de la consideración de Carrero como víctima, que no es otro que el reconocimiento hecho por la Transición de la equiparación entre víctimas y verdugos. La Ley de Amnistía de 1977 no es excepcional por ser una medida de gracia en un proceso transicional, sino precisamente porque en su contenido se erige como una amnistía de los verdugos a las víctimas, que a su vez consintieron en amnistiar a unos verdugos que nunca habían sido juzgados y nunca lo serían.
Nuestro sistema político e institucional descansa sobre medidas como la Ley de Amnistía que consagraron la idea de «reconciliación nacional». El significado exacto de esta medida es que Carrero Blanco no sería ya más un sujeto potencialmente expuesto a ser juzgado por crímenes de lesa humanidad al que solo la muerte le habría salvado de una segura condena. No. Carrero Blanco yacía junto a sus víctimas en un mismo lugar de la memoria y del olvido.
Lo que conocemos de la sentencia que ha condenado a Cassandra Vera en 2017 viene a recordarnos, además, que las víctimas y los verdugos del franquismo siguen siendo legalmente lo mismo. Y eso ya no se debe solo a 1977, sino a lo que estamos haciendo en este tiempo presente. Así que la conclusión de este Carrero Blanco en la Audiencia Nacional puede hacer suyas las palabras de Arendt cuando decía que Eichmann, en su larga carrera de maldad, nos ha enseñado la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.
Lo cierto es que este caso viene a evidenciar que la idea de reconciliación que articuló la Transición se convirtió en su principal motor ideológico y definió hasta hoy la relación de la sociedad con el pasado, ha ido modificándose imperceptiblemente hasta desfigurarse, como es perfectamente normal después de 40 años. De modo que de la igualación entre víctimas y verdugos que determinó la Ley de Amnistía, y que M. Fraga le recordó en los años noventa a X.M. Beiras en un debate parlamentario con la frase: aquella ley nos amnistió a todos, a usted y a mí, se ha pasado a una asimetría en la que algunos tienen más derechos que otros por haber sido declarados ellos mismos víctimas a posteriori. Así la familia de Puig Antich o la de Moncho Reboiras no pueden ver revisados sus casos de 1974 y 1975, que en su diferencia encierran las grandes verdades del régimen de principio a fin, pero la Audiencia Nacional atiende de oficio a Carrero Blanco.
Lo que ha ocurrido de hecho es que la idea de la reconciliación se ha ido reinterpretando a la luz del presente y sus disputas y necesidades políticas. Y se han ido introduciendo correcciones, matices, enmiendas… De hecho, aquel principio se ha escorado tanto que ha pasado en cuarenta años de ser una propuesta política del PCE, asumida por toda la oposición y finalmente por el franquismo que hizo la Transición desde el poder, a convertirse en un mantra ideológico de los sectores más centrales de la derecha española. Lo extraño sería que todo permaneciese igual después de cinco presidentes de gobierno posteriores a Adolfo Suárez, como algunos pretenden hacernos creer. Como si siguiésemos en el acto fundacional, en la presentación del libro de Carrillo por Fraga en el club que anunciaba este siglo. Una banalidad con consecuencias jurídicas. Pero lo cierto es que Carrero es historia, anterior al triunfo de la idea de reconciliación.
el diario.es 09/04/2017