La tortura horroriza; y está bien que sea así. La conciencia del horror nos recuerda lo inasumible, lo que no se puede (dejar) hacer. El rechazo a la tortura debe ser por ello incondicionado (no está limitado a ninguna circunstancia específica) y la exigencia de salvaguardar ese rechazo incondicional queda igualmente proyectado no sólo hacia el espacio concreto en el que habitamos sino también a lo que se hace en otros lugares y a lo que se ha hecho en otros tiempos. La tortura no merece ningún resquicio, ninguna oportunidad.