Llegué al mundo, adulto se entiende, en una época en la que Georges Brassens cantaba aquello de la fiesta nacional y su absentismo frente a ella, y me cayó simpático. Se lo oí más tarde a Paco Ibáñez desde el Olimpia parisino, porque entonces el cantante estaba exiliado. No me resultaban cordiales los himnos nacionales, las banderas en general y las que tuvieran el rojo y el amarillo entre sus colores en particular, ni los soldaditos de plomo. No sé por qué, quizás porque el ambiente de mi casa era propicio para que las llamadas patrióticas pasaran desapercibidas. Cuando sonaba en la radio el chunta-chunta… allá que arrancaba mi madre a bajar el sonido. Más tarde, cuando la emisión de noche de la única cadena de televisión concluía, éramos nosotros, aún niños, los que corríamos a apagar el aparato. Sabíamos, de memoria, que después venía el himno español.
Nación y patria eran sinónimos de algo lejano, por mucho que nuestros profesores nos recordaran que a esos dibujos que urdíamos de barcos y castillos entre nubes y ese sol redondo de la esquina les faltaba la rojigüalda. Mira que eran pesados. Las monedas de aquella nación que, por lo que sabíamos, había sido la más grande del mundo guardaban la efigie de un tipo calvo y grueso que, aunque no se notaba, yo sabía que también era bajo. Y esas monedas, que apenas servían para comprar nada, tenían un color espantoso, como el del suelo de las pocilgas.
Tampoco me inspiraban emociones aquellas crónicas destinadas a ello, como canciones, espíritus o baúles de recuerdos naftalinos. Las sensaciones, en cambio, se disparaban cuando venían los futbolistas de la capital de esa patria lejana. Blancos, inmaculados, siempre ganadores, con o sin la ayuda del árbitro. Arrogantes, como todo eso que rezumaba la nación que representaban. Rugíamos como posesos y los abucheábamos, sin razón aparente. Ellos eran el paradigma de la patria. Y, por eso, me caía simpático Brassens y antipático todo lo que oliese a Madrid.
Fue entonces cuando descubrí que centenares, miles probablemente, de aquellos desconocidos que compartían esas percepciones, frente a los blancos soberbios o frente a los profesores que nos contaban aventuras pasmosas, tenían un punto en común con mis sensaciones más primarias. Y a estos que compartían mis emociones no los encontraba únicamente en el campo de fútbol, sino, y sobre todo, en mi alrededor. En el barrio, en la escuela, entre primos y tíos cuando nos juntábamos para celebrar lo que fuera, en la esquina más insospechada.
Diría que la patria que intentaban encajarme era forzada. Llena de fusiles, tricornios, discursos ampulosos y tablados de flamenco. No estaba a gusto en ella. Y que, en mi medio natural, estaba descubriendo que también había otra patria, o como se quiera llamar. Otra comunidad, natural, cercana, «como el aire que exigimos trece veces por minuto, para ser y en tanto somos» que tan bien versificó Gabriel Celaya. Una patria muy diferente a esa del calzador, a esa del equipo aquel presuntuoso.
Fue cuando descubrí el mundo.
Y lo descubrí al revés. Porque mi patria no tenía fronteras, ni moneda de color alegre, ni siquiera del color castaño del tirano. Por no tener no tenía ni banco que las emitiera aunque, eso sí, tenía muchos banqueros. Y bandera, tricolor. Cuando lo supe, mi patria poseía también otros dos idiomas, uno de ellos impresionante, el euskara. «No hay documento histórico más venerable que este documento vivo, esta lengua conservada sobre este territorio desde época incalculable», dijo de ella Ramón Menéndez Pidal. Y lo aprendí.
Pero no supe si llamarle patria porque sonaba extraño con tanto atorrante calentándome la oreja con eso de la madre patria que alfabetizaba a indios y autóctonos incultos. Tampoco me apetecía acercarme a ella como nación. Los nacionales habían acabado con la República española, los nacionalistas que brotaron del liberalismo alemán sembraron Europa de hornos crematorios. No me desagradaba la palabra país, como lo habían citado los viajeros, pero me daba cierto escozor porque era la misma expresión que utilizaban quienes desplegaban esa cursilería del sano regionalismo.
Así que mientras despejaba mis dudas lo dejé en un sueño. Un sueño que, con el tiempo, se convirtió en una entelequia. Es decir, algo que, como diría Aristóteles, tiene el fin en sí mismo. Ramas que se construyen con sueños, quizás, pero firmes a partir del tronco que se enraíza en la tierra. Buscando la humedad para dar la vida, el aire para transportarla.
Y esa entelequia que sigue sin fronteras posee el sentimiento de los antepasados, de los que vivieron en esta tierra en tiempos de la peste en Agurain, en los de las tormentas de Terranova o en las batallas entre hermanos en Beotibar. Posee la fragancia de los perfumes de la sala real de Olite, el zumo del salitre de las costas millonarias de Zumaia y el olor de sudor de las minas, casi tumbas, de Gallarta. Guarda en sus escamas el repicar de las hogueras encendidas por Lancre, el aullido de las mujeres violadas por los soldados de Wellington o la agonía apagada de los obreros fusilados por Mola.
Mis sueños conquistados son los de miles de paisanos, millones, qué más da. Ecos, de ayer, de hoy y de mañana. Repletos de fantasías, es cierto, pero también de sufrimientos y de pasiones. Gentes con las que no comparto más que paisanaje, santos o malvados, empresarios o capataces, carabineros o cronometradores. Y, por supuesto y más que nunca, con aquellos con los que reparto el proyecto de mi vida, de la nuestra, aunque no los conozca, ni de cerca ni de lejos.
Nombres de jóvenes imberbes que dejaron sus ilusiones en un campo estéril, pleno de sangre de otros. Nombres como ese de Mohamed Petit, un «sin techo» que se ahogó el otro día en el Adour en Baiona cuando intentaba salvar la vida a un chaval que se había tirado al río, asqueado de la vida. Nombres sin nombre, diluidos en el fondo de una celda, en el traquetear de una cadena de montaje, engullidos por el anonimato del desarrollo.
Y lugares, ¿por qué no? Nací en esta tierra que no me pertenece, porque soy parte de ella, a pesar de especuladores, traficantes, usureros y estafadores. Una tierra de la que estoy prendado y cada día suspiro por dejarla a mis hijos al menos no mucho peor de como la recibimos. El sol sale para todos nosotros por el horizonte navarro y zuberotarra, desde las Bardenas hasta Atharratze y se pone por la lejanía alavesa y vizcaína, desde Oion hasta el Serantes. En medio, bosques, montes, fauna, pero también asfalto, humos, acero y ladrillo. No es la configuración que me gustaría, pero es la que conozco. La única. Es la tierra de los poetas, y también de los canteros.
Soy, somos, etxea, país, patria. Finalmente. La de mi padre que compartí con Gabriel Aresti, la de mi madre: «amaren usaina duzu, eta etxe barneko beroa», que escribió Telesforo Monzon. O «munduko leku maitena, zuri zor dautzut naizena; izana eta izena», que cantó Xalbador. Pierre Loti lo remachó: «No, no os marchéis para siempre; los países lejanos son buenos para los días de la juventud, pero es preciso volver a Etchezar; aquí hay que envejecer y morir; en ninguna parte del mundo dormiréis como en este cementerio, junto a la iglesia, donde podáis oír mis voces aun estando sepultados en la tierra». Así que también será la tierra de mi descanso.
Soy extranjero en otras patrias, pero no en la mía. Y quiero, precisamente, ese respeto. Poder ejercerlo. Porque también nuestra patria rezuma nostalgia. Desde la cárcel, desde el exilio, como tan certeramente lo escribió Vicente Amezaga, recluido en Argentina: «Yo estoy allí, y hasta que allí vuelva, no me encontraré».
Brassens me sigue resultando simpático, como dicen los franceses. No reniego de Celaya, ni de tantos otros. Siento, sin embargo, correr por mis venas a Aresti, a Monzon, a Xalbador con mayor intensidad, como si cada mañana auparan mi corazón para enfrentarme a los míos y a los vecinos. Con la fuerza de mis antepasados. Con el calor del futuro, de mis hijos, de los nietos que lleguen. Por eso, levanto la copa el día de mi patria. Por los nuestros. Y porque vale la pena este lugar y estas gentes tan extraordinarias.
Iñaki Egaña historiador