Iñigo Sáenz de Ugarte eldiario.es
Ignacio Sánchez-Cuenca es pesimista sobre las posibilidades de alcanzar una solución dialogada y no traumática a la crisis producida en Cataluña. Hace un año, publicó el libro ‘La confusión nacional’ en el que describía lo que considera que fue un fallo sistémico de la democracia española a la hora de encarar los desafíos planteados por esa comunidad autónoma desde varios años antes del referéndum del 1-O.
Un año después, la sentencia del Tribunal Supremo plantea otro momento decisivo. El profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III cree que el veredicto nos aleja de la búsqueda de «cualquier punto intermedio en el que las partes puedan encontrarse». Su último libro publicado es ‘La izquierda: fin de (un) ciclo’.
En su libro describía un fallo sistémico de la democracia española. ¿Qué papel juega la sentencia del Supremo en ese análisis? ¿Ha empeorado la situación?
La sentencia confirma una de las tesis fundamentales del libro. La democracia española sufre un exceso de legalismo, de un intento de arreglar los conflictos políticos en función de lo que diga la ley. La ley debe ser cumplida, pero también puede ser cambiada. Tenemos esta tendencia en España a que cualquier conflicto que altere los consensos básicos de la sociedad se vea como una amenaza y se le dé una respuesta desde el sistema judicial. Yo creo que esto no es la forma más razonable de resolver los problemas. Lo que muestra claramente la sentencia es que sólo es capaz de juzgar la parte más superficial de la crisis catalana, la que tiene que ver con el orden público, y pretende cerrarlo mediante unas penas duras. Al fin y al cabo, la sedición es un delito de orden público, no es ni siquiera un delito contra la Constitución. Una de las lecturas que tiene esta sentencia es que nos sumerge aún más en lo que podemos llamar concepción legalista de la democracia.
En las declaraciones de muchos partidos, hay referencias constantes al valor de la democracia y del Estado de derecho. Y la frase casi literal que emplean es que por encima de la democracia, está la ley. ¿Es eso falso? En una democracia, las leyes se pueden cambiar.
Y además las leyes tienen un margen de interpretación. Esto es una constante en la política española. Ya desde 1976, cuando se aprueba la Ley para la Reforma Política, la democracia se define como el cumplimiento de la ley, y eso no se ha alterado en 40 años de cultura política. En España, las élites consideran que el principio de legalidad o el principio de constitucionalidad deben estar por encima del principio democrático. Los independentistas catalanes adoptan la posición opuesta. La clave para resolver el asunto, a mi juicio, es que en algún momento las partes acuerden que es necesario encontrar una conjugación entre principio constitucional y principio democrático. Pero ninguna de las dos partes en este momento está en eso. Están más bien cada una en primar lo que les conviene, unos el Estado de derecho y otros, la democracia.
De todas formas, y en relación a la conducta del anterior Gobierno catalán, es importante saber que todas las decisiones de los gobiernos están sujetas a los tribunales. De lo contrario, el resultado sería la arbitrariedad desde el poder.
Yo no estoy muy de acuerdo con eso. Yo creo que la democracia como tal es el gobierno colectivo. Pero todos nos hemos puesto de acuerdo en los países desarrollados en que a esa democracia hay que ponerle unos límites, que son la democracia liberal. Pero la democracia por sí misma no es respeto a la ley, ni siquiera requiere el respeto a la ley. La democracia por sí misma es que se haga la voluntad de la mayoría. Ese es el principio democrático más básico. Cuando chocan los dos, que es algo que no reconoce la clase política española, que pueda chocar la democracia con el Estado de derecho, habrá que buscar una solución en la que se combinen ambos elementos. Tiene que haber una manera creativa y original de engarzarlos en formas nuevas, y eso es lo que no se está buscando políticamente desde que comenzó el procés en 2010.
En el libro hay una frase que cita de The Economist en un artículo sobre el conflicto en Cataluña que dice que «la democracia se basa en el consentimiento de los gobernados».
Es una idea tradicional.
Sí, del constitucionalismo británico. En España muchos políticos dicen que la democracia descansa sobre el respeto a la ley y punto.
Hay una pérdida de legitimidad de la autoridad pública, por mucho que se base en unas elecciones, si los representantes del pueblo se niegan a procesar las demandas que existen. Ahí se produce un cortocircuito de la democracia. En el caso de la crisis catalana, es un poco más complicado porque Cataluña es una minoría dentro de España. Estamos hablando de algo que es un tema clásico en las democracias liberales, que es la protección de las minorías. La respuesta que da España a una minoría permanente como es la sociedad catalana es que aunque el cien por cien de los catalanes quisieran la independencia, no lo vamos a conceder porque no cabe en la ley. Da igual que lo quiera el cien por cien. Esto, para una minoría, no es una solución aceptable, porque la minoría puede decir: bueno, si no nos conceden lo que queremos, tendremos que buscar una solución fuera del orden jurídico. Esto es lo que bloquea la situación. Que las partes no sean capaces de tener un lenguaje común en el que puedan acomodar sus puntos de vista y llegar a una solución de compromiso. Pero es que ese lenguaje común todavía no ha llegado.
De ahí que se hable de choque de legitimidades. Si cada uno de los dos bandos cree tener una posición legítima que se basa en argumentos sólidos, ¿la única forma de salir es a través del diálogo?
Ahí hay varias formas de resolverlo. Puede cronificarse el conflicto y que haya una tensión permanente entre Cataluña y España, pero que España se imponga. En el extremo opuesto puede suceder que haya una evolución de la opinión pública catalana y una mayoría para la independencia y que se produzca la independencia de facto, aunque no la admita España. Y luego queda la solución intermedia, que es que busquen un punto de acuerdo. La impresión que tengo es que estamos demasiado lejos todavía del punto de acuerdo y que nadie fuera de Cataluña ha sido capaz todavía de ofrecer, me refiero a la clase política, un plan realista para rebajar la tensión y encontrar un punto de encuentro. Yo soy bastante pesimista al respecto y creo que la sentencia lo que hace es alejarnos de cualquier punto intermedio en el que las partes puedan encontrarse.
La idea del referéndum ha sido planteada desde hace varios años, no sólo en Cataluña, pero la convocatoria de un referéndum unilateral en 2017 por la Generalitat ¿no ha hecho que esa carta sea ya muy difícil de jugar?
La han quemado, sí, la han quemado por un tiempo largo. También la han quemado el resto de partidos políticos en España que se han negado a considerar la cuestión. El independentismo catalán actúa en dos fases. Una primera, en 2014, donde envía una delegación al Congreso español solicitando que se le conceda a la Generalitat el poder de organizar un referéndum. Obtiene un no categórico de todos los partidos en la Cámara y ante esa cerrazón decide forzar un referéndum de facto. Sale mal porque se produce la intervención del Estado, la intervención represiva, y eso quema la opción del referéndum. Ahora a corto plazo no veo que sea un instrumento que pueda desbloquear la situación.
En algún momento, he planteado como posibilidad que haya primero una reforma de la Constitución, que es una cosa muy improbable tal como está la situación política, y que sólo en caso de que dicha reforma fuera rechazada en Cataluña, entonces se planteara como último recurso un referéndum de autodeterminación. Pero sólo en última instancia.
¿Cree que la condena por sedición supone un precedente peligroso para el derecho a la protesta?
Sí, hay una frase en el cuerpo central de la sentencia en el que de forma muy barroca el Tribunal Supremo ya advierte de que no se puede generalizar el delito de sedición a cualquier protesta. Es una frase muy compleja, un poco críptica, pero ahí el Tribunal Supremo apunta que no se puede generalizar. Ahora bien, no sabemos qué va a pasar en el futuro. Yo encuadraría la sentencia en una tendencia de la interpretación judicial desde hace años que cada vez es más restrictiva y que ha hecho que se apliquen acusaciones muy fuertes, por ejemplo, en el caso de Alsasua, o en casos de libertad de expresión, donde se ha juzgado a gente por apología o enaltecimiento del terrorismo. Esta sentencia va en la misma línea de ir restringiendo el espacio para que la sociedad civil proteste. Luego habrá que ver el desarrollo jurisprudencial que tiene la sentencia, pero en principio sí supone una amenaza.
En la política española desde hace tiempo está muy presente la idea de que el nacionalismo es un horror, que es una semilla de conflictos fratricidas. El libro recuerda que en España ya se produjo un rearme nacionalista con Aznar, un nacionalismo español que es legítimo pero cuyos promotores niegan que exista.
Por supuesto que es legítimo, pero lo más asombroso del debate público español sobre el nacionalismo es que nadie se toma la molestia de proporcionar una mínima definición de lo que es nacionalismo. Es una situación absurda porque hay unos equívocos tremendos con la palabra nacionalismo. Pasa también hasta cierto punto con terrorismo, que se utiliza con mucha alegría. Es un concepto que se utiliza para agredir al rival. Me parece asombroso la cantidad de gente que escribe sobre nacionalismo sin haber tenido unas lecturas mínimas al respecto ni molestarse en definirlo.
Yo propongo una definición sencillísima que es: nacionalista es todo aquel que considera que la política debe organizarse a la escala de su nación, ya sea la española, catalana, vasca o francesa. Cada uno piensa que el ámbito natural de la acción política debe coincidir con las fronteras geográficas de la nación de la que se trate. Luego ese nacionalismo puede adquirir formas muy diversas. A veces adopta formas muy excluyentes y da lugar a limpiezas étnicas y genocidios, pero a veces también adquiere formas cívicas y republicanas, como puede ser el nacionalismo francés. Hay una variedad enorme de tipos de nacionalismo, cosa que no se suele reconocer en el debate español. Siempre se utiliza el término nacionalista para situar a alguien en los límites de la democracia, o hasta extramuros de la democracia. Y eso me parece disparatado.
Hay un nacionalismo español, hay un nacionalismo vasco y un nacionalismo catalán, y dentro de cada una de esas naciones, a su vez, hay diversas manifestaciones de nacionalismo. No es lo mismo el nacionalismo suave del partido socialista que el nacionalismo curioso de Ciudadanos. No es lo mismo el nacionalismo del PNV que el de Bildu. Y así sucesivamente. Es preciso realizar algunas distinciones mínimas, igual que distinguimos entre partidos de derecha y partidos de izquierda. No todas las izquierdas son estalinistas, ni todas las derechas son fascistas. Si no suponemos que todas las derechas son fascistas, por qué suponemos que todos los nacionalismos nos van a llevar a Yugoslavia, a las guerras balcánicas del siglo XX.
El legado letal del nacionalismo del siglo XX fue en su mayor parte el resultado de los nacionalismos que tenían un Estado.
Eso es indudable. El nacionalismo más sangriento que ha habido ha sido el nacionalismo con Estado, no por nada, sino porque el Estado tiene los instrumentos de fuerza militar para llevar a cabo limpiezas étnicas.
¿Debemos dar valor intelectual a la famosa distinción entre el nacionalismo y el patriotismo? ¿No es una forma de decir que el patriotismo es lo nuestro y el nacionalismo es lo que sienten los otros?
Efectivamente, eso no tiene base. Se ha intentado de muchas maneras precisar la frontera entre patriotismo y nacionalismo, sin éxito. Como apunta, el nacionalismo siempre es de los otros y el patriotismo es el de uno mismo. Yo creo que eso no tiene ningún recorrido intelectual.
En el libro se refiere a la paradoja de que el Tribunal Constitucional haya tenido una visión muy estricta sobre lo que es la nación en España, sobre no autorizar ningún tipo de pérdida de soberanía del Estado español frente a Euskadi o Catalunya, pero que no ha demostrado lo mismo en relación a la pérdida de soberanía que supone ser parte de la UE. Es un asunto que en el Tribunal Constitucional alemán sí se ha debatido, pero no en España.
Sí, es curioso porque la transformación política que ha supuesto la pertenencia de España a la Unión Europea equivale en la práctica a lo que los juristas llaman una mutación constitucional. La Constitución ha cambiado de facto, aunque no haya habido una reforma explícita, por la manera en que el Tribunal Constitucional ha interpretado lo que significa la pertenencia de España a la Unión Europea. Lo que le pido al Tribunal Constitucional es que haga un ejercicio parecido con respecto a la cuestión de la nacionalidad dentro de España. Resulta un poco absurdo recurrir a un concepto fuerte de soberanía, un concepto decimonónico, para negar el reconocimiento nacional de Cataluña y País Vasco, cuando si tuviéramos ese concepto de soberanía en la práctica no podríamos ceder la soberanía monetaria, comercial o económica a las instituciones europeas. Ahí se produce una asimetría que sólo se puede explicar por motivos ideológicos, porque el nacionalismo español pesa mucho en nuestros magistrados del Tribunal Constitucional y en general en la cultura jurídica española.
¿Cree que la cúpula judicial es un obstáculo para encontrar algún tipo de solución al conflicto catalán?
Tuvieron una oportunidad en la sentencia del Estatut para hacer una lectura más abierta de la Constitución y no quisieron. Hicieron una interpretación literalista del artículo 2 de la Constitución. Eso ha provocado un conflicto gigantesco del que estamos todavía viendo sus consecuencias. Ahí se perdió una oportunidad para actualizar el significado de la soberanía nacional, ponerlo a la altura de los tiempos y emplearlo como instrumento para encajar las reivindicaciones nacionales de Cataluña.
Al fin y al cabo, el Estatut decía una cosa muy pequeña. Decía simplemente que, de acuerdo con lo que se constata en la sociedad catalana y según una declaración que ha hecho el Parlament de Cataluña, Cataluña es una nación. Eso aparecía en el preámbulo del Estatut. Ni siquiera formaba parte del articulado. Por lo tanto, debía ser como una guía para interpretar el Estatut. Pero el Tribunal Constitucional se negó en rotundo a hacer una relectura de la Constitución. Eso muestra la estrechez de miras que ha tenido nuestro Tribunal Constitucional, que tiene una responsabilidad enorme en la situación en la que nos encontramos ahora, de puro bloqueo.
Un juzgado en la Audiencia Nacional inició el viernes una investigación por terrorismo contra Tsunami Democràtic, la organización que ha convocado varias movilizaciones contra la sentencia del Supremo. ¿Existe un peligro real de terrorismo o es sólo una carta que se utiliza para deslegitimar al adversario?
Desgraciadamente, este tipo de procesos judiciales puede ser una profecía autocumplida. Si se acusa a los detenidos de terrorismo por los disturbios callejeros, puede que eso acabe radicalizando aún más a aquellos elementos más descontrolados dentro del mundo independentista. Creo que ese es el sueño del nacionalismo español más intransigente, que el nacionalismo catalán se vuelva violento para tener la coartada de una represión sin límites. A mí me parece un exceso desde cualquier punto de vista. ¿Alguien se imagina a Macron acusando de terroristas a los chalecos amarillos? Los disturbios causados por los chalecos amarillos han sido bastante peores de lo que hemos visto esta semana (por la pasada semana) en Barcelona. No quiero disculpar lo de Barcelona, porque estoy en contra de que se cometa este tipo de protesta de lucha callejera, pero no alcanza ni de lejos la gravedad que supone una acusación por terrorismo. Eso me parece un abuso de la ley.