La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo y que, por lo tanto, dormiré por toda la eternidad». Son las palabras de Nelson Mandela, una persona que se siente en paz después de haber sembrado paz. No es algo corriente.
Ni siquiera en esta ocasión podemos obviar que durante un tiempo, y después de haber sido admirador de Gandhi, fue líder del brazo armado del Congreso Nacional Africano. Su condena tenía relación con esta situación, aunque la anulación de los derechos humanos en su país era tan brutal como siguió siendo durante los 27 años que estuvo en la cárcel. En cambio, sus reflexiones tomaron una orientación diferente, pues allí supo domar el odio y dio una gran lección de humanidad al mundo que le llevó al Nobel de la Paz en 1993, aunque, bien mirado, tampoco es una garantía.
Clint Eastwood, ese excelente y desconcertante actor-director, refleja parte de esa vida en Invictus, película en la que la competición de la Copa del Mundo de Rugby de 1995 representa una parábola de la necesidad de reconciliación, incluso con los verdugos. En la película se insiste en el poema de Henley para dar moral al capitán del equipo y que luego titularon Invictus:
«Más allá de la noche que me cubre
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma invicta.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
donde yace el horror de la sombra,
la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino;
soy el capitán de mi alma».
La verdad es que se trata de una llamada inigualable a la superación de la adversidad y a la esperanza, escrita por una persona que luchó por superar una tuberculosis en los huesos y que le hizo perder una pierna. Esa necesidad de superación es algo que también necesita nuestro mundo. A Mandela le sirvió para no desesperar en la prisión de Robben Island que, por cierto, ha visitado Obama no hace mucho. En realidad lo que le entregó al capitán de la selección sudafricana fue un extracto de un discurso de Roosevelt, pero probablemente Eastwood ha puesto el poema porque resulta más cinematográfico.
Mandela, por tanto, es el Lobito bueno, del que habla José Agustín Goytisolo y al que «maltrataban todos los corderos». No es extraño que Gloria Fuertes, retomando la idea, escribiera:
«Quemaron las armas
y no hubo más guerra.
Lobos y corderos
jugando en la tierra»
Porque tenemos necesidad de soñar un mundo al revés. Mandela luchó por reconciliar un país dividido sin castigar a quienes persiguieron durante cuatro décadas a quienes consideraban no personas, sin derechos humanos, a causa del color de su piel. Y para eso hay que soñar el mundo al revés, sin miedo en los corazones, con la frente alta, nación arcoíris y en paz consigo misma.
Durante la única legislatura en la que Mandela gobernó el país fue quizá más un mandatario de gestos que un gestor, pues no consiguió precisamente los mejores resultados para reducir la pobreza, pero fue dejando semillas que siguen estando presentes en su pueblo. El apartheid, a pesar de todo, se sigue practicando en nuestro mundo, en diferentes esferas, donde determinados extremismos y xenofobias siguen necesitando símbolos y estímulos de paz y reconciliación, especialmente cuando quienes se denominan gestores económicos solo gestionan en una dirección, la del dinero acumulado, y sigue aumentando la grieta entre las personas pobres y las más ricas, lo cual no deja de ser un indisimulado apartheid.
Dicen que hoy se necesitan grandes estadistas para afrontar los problemas de nuestro mundo. No, por favor, porque lo que sigue siendo necesario es la presencia de personas solidarias, sensibles con todos los derechos humanos, capaces de llevar sobre sus espaldas con dignidad, sin agachar nunca la cabeza, el propio dolor, y el ajeno, con una integridad que puede llegar a afirmar: «Soy el capitán de mi alma». Esa es su aportación y eso es lo que cambia el mundo.
Por José Serna Andrés – Viernes, 19 de Julio de 2013 – * Escritor,