Por Igor Barrenetxea Marañón* Historiador e investigador del Instituto de Europa de los Pueblos-Fundación Vasca,- Domingo, 27 de Octubre de 201
La guerra es ni más ni menos que la destrucción de toda humanidad con un fin preciso: eliminar al enemigo. Cierto es que pretendemos que las contiendas se enmarquen dentro de una serie de protocolos que uno espera que, caballerosamente, el contrario se avenga a respetar, tal y como se dispone en la famosa Convención de Ginebra (trato justo a los prisioneros, respeto a la población civil, ciertas reglas de enfrentamiento…), pero eso no evita situaciones contradictorias. A unos meses de conmemorar el centenario, que se dice pronto, del estallido de la Primera Guerra Mundial, es lógico sacar a colación el uso de armas químicas debido a lo ocurrido en Siria, cuya experiencia más aterradora se produjo en las trincheras durante la batalla por Francia.
Tal fue la conmoción que vivió el propio Hitler cuando estuvo en ese frente, fue afectado por el gas y sufrió una ceguera temporal, que durante la Segunda Guerra Mundial, el más brutal y despiadado de todos los conflictos, estas no se llegaron a utilizar por su prohibición expresa aunque Alemania contara con un arsenal propio. El calificado como el peor de todos los villanos de la historia se ablandó para que sus soldados no padecieran nada semejante, aunque eso no evitó que sufrieran por otras causas. Fue un parco consuelo para los más de tres millones de alemanes que cayeron víctimas de su locura.
Pero, sin duda, uno de los elementos más paradójicos, extraños y, por ende, absurdos de todo conflicto es el trato injusto que el mismo país ofrece a los propios soldados que luchan en el frente. El valor y el nacionalismo sin fisuras se convierten en un panegírico de las virtudes que todo hombre ha de tener en el campo de batalla para defender a la patria en peligro. Aunque, a veces, esta patria sea injusta y cruel con ellos en su sacrificio. En Francia, recientemente, se honrará a los soldados fusilados durante la Primera Guerra Mundial por el motivo de querer dar ejemplo a la tropa. Como bien destaca la historiadora Joanna Bourke en Sed de sangre, las paradojas que se dan en la guerra son tremendas. Matar no es sencillo. La movilización de millones de hombres comporta que no todos estén dispuestos a empuñar un arma para acabar con su enemigo sin dudarlo. Son personas corrientes que se enfrentan a desconocidos que no les han hecho nada, en principio, y no es fácil despertar en ellos su ardor violento (para eso está la propaganda y la atribución al enemigo de crímenes que no ha cometido). Unas semanas antes de ser movilizados eran simples carteros, funcionarios, estudiantes que, tras un férreo entrenamiento, resultan endurecidos psicológicamente para enfrentarse cara a cara con la muerte. Pero nada ni nadie les prepara para la acción bélica ni para lanzarse a tumba abierta contra una línea de defensa en la que saben que en cualquier momento una bala o explosión hará que dejen de respirar para siempre.
En la tensión de todo conflicto abundan los héroes y también los cobardes. Pero, a veces, ni tan siquiera eso, sino individuos anónimos que son, para su desgracia y sin quererlo, convertidos en víctimas de la maldición del belicismo. Francia quiere honrar a aquellos que no aparecen en ninguna lápida conmemorativa y que fueron víctimas de la voracidad de la Guerra del 14. Se estiman entre unos 600 y 650 hombres los que fueron fusilados por desobedecer órdenes, debido al estrés de guerra, y otra treintena para dar ejemplo (lo que nos recuerda al filme de Kubrick, Senderos de gloria), cuando al inicio del conflicto unos miles de soldados se amotinaron negándose a combatir. De forma aleatoria, se eligió a varias docenas para advertir a los demás de las consecuencias de su negativa. El debate, de todos modos, para restablecer su memoria pública reside en que no se incluyan a aquellos que por cobardía acabaron víctimas de las idiosincrasias de esta conflagración. ¿Cobardía?
A estas alturas, en una sociedad democrática, la cobardía, el negarse a matar, puede venir dada por cuestión de conciencia. Todos podemos matar, pero otra cuestión es si somos más valientes negándonos a hacerlo, por el desprecio público que ello conlleva, o al convertirnos en héroes-asesinos (las excepciones son los capellanes o enfermeros) como quien realiza la proeza de acabar con la vida de cientos de seres humanos como él. La discusión de cómo restituir la dignidad de aquellos soldados que dieron su vida por Francia, nunca mejor dicho, contiene elementos inquietantemente caducos ya que lo que no se quiere es hacer una rehabilitación general porque eso exoneraría a los espías. Para ello, lo que proponen es una «rehabilitación moral, cívica y ciudadana», en un acto simbólico que les devuelva la dignidad perdida y les saque del oprobio con el que se les marcó. Sin embargo, esta especie de restitución moral nos obliga a estimar, una vez más, que a pesar del tiempo transcurrido no somos capaces de entender ni comprender la verdadera naturaleza de las guerras.
El enfrentamiento entre estados no ha conseguido más que embarcarnos en conflictos de los que nadie sale vencedor y las medallas no consuelan a las familias que han perdido a sus hijos. El antibelicismo, además, debería considerarse a estas alturas un acto patriótico (a destacar la obra Para acabar con todas las guerras, de Hochschild).
¿Acaso una persona ama menos a su país porque no esté dispuesta a dar su vida por él? ¿No es un absurdo? Pero, ¿es que la cultura y la identidad (francesa, española, alemana, americana, etc.) solo cobran sentido a través de la violencia? En mi humilde opinión, los valores humanitarios deberían ser los que se destaquen en estos actos conmemorativos renunciando a la vieja escenografía castrense para la consolidación de unos principios que permitan desterrar la guerra como fin, para no tener que revivir jamás sus horrores.