El más preciado documento vivo de la hoy denostada Transición Democrática es la Constitución Española de 1978. Treinta años atrás, muchos españoles creyeron que la Constitución era sólo un método para huir hacia delante, pero quedará demostrado con el tiempo, y por eso recuerdo otra vez a Suárez, que también es un mecanismo efectivo para mirar hacia atrás sin ira, hacia lo que muchos no quieren ni saben ya recordar. Independentistas y secesionistas afirman querer salirse de ella, pero al mismo tiempo se acogen a su letra más generosa para exigir respeto a sus minorías. Están además los que hablan de «patriotismo constitucional», redundancia un tanto ingenua, porque la Constitución es el único patriotismo admisible en esta democracia que de tan abierta parece que siempre está a punto de romperse. Lo demás es pasión irracional, casi siempre indecente, e intereses inmobiliarios, camuflados de mezquinas patrioterías y demagogias ancestrales. Hasta quienes han pretendido y pretenden romperla, disimulados en la falsa intención de renovarla y mejorarla, saben de la pródiga solidaridad de su letra, de modo que fue y es ejemplar, inteligentemente ambigua, y en apariencia confusa para quienes buscan confundirnos y traducirla mal. Por eso, por encima de golpes e idolatrías, la Constitución se ha ido imponiendo con la solvencia y la buena memoria que la Historia concede a las cosas bien hechas. Hoy, en esta columna de papel y reflexión, celebro con todos los demócratas españoles un nuevo aniversario de la Constitución. Y celebro que los esfuerzos de quienes han buscado y buscan liquidarla hayan sido tan inútiles como sus sueños delirantes. Así que de la Constitución Española podemos hoy decir lo mismo que el general Miranda decía de sí mismo: «A los me quieren, los quiero; a quienes no me quieren, que me respeten; y a los que no me respetan, que me teman».
J.J. ARMAS MARCELO
Martes, 02-12-08 Abc.es